lunes, 23 de enero de 2012

Los lonchecitos de mi abuela

Cuando era niño la vida me parecía perfecta. Era feliz con lo poco que tenía y con los amigos que empezaba a tener. Crecer me parecía muy ajeno y distante, casi imposible. Así pasaron los primeros años de mi vida, sin preocupaciones, sólo quería jugar un ratito más.

Tuve pocos amigos, nunca me gustó coleccionarlos. Tenía una amiga (aún la conservo) nos vemos poco, pero cuando lo hacemos pasamos horas hablando, no nos aburrimos nunca, nos conocemos de toda la vida, ella sabe todo de mí y yo sé toda de ella, aunque quizá no sepa que yo sé todo de ella.

Entre los innumerables recuerdos que tengo, es imposible olvidar mi frazada de los Picapiedras. Tenía matices verdes y abrigada bastante. Siempre estaba calientito cuando me envolvía en ella.

Nunca pensé enamorarme, ese sentimiento lo descubriría recién en el colegio. Las niñas me parecían aburridas y muy lloronas, por eso intenté hacer más amigos hombres que mujeres: porque con ellos podía jugar partido, podía jugar a la guerrita o podíamos hablar de los dibujitos que nos gustaban. De vez en cuando imaginábamos ser uno y nos tirábamos poderes desde lejos y nos disfrazábamos con las cosas que encontrábamos. Una vez me puse el brasier de mi mamá como lentes porque imaginaba que de ahí podían salir dos súper poderes. Una vez ella me descubrió y me dijo: “mi amor, con eso no se juega”, pero yo, siempre ingenuo, le pregunté: “¿mami, porque usas eso, acaso tu pecho es poderoso?” y ella, divertidísima: “claro, mi amor, son poderosamente adictivos, por eso a tu papi le gusta tocarlos”.



Me gustaba jugar partido y me hice hincha de la “U”. Sabía que debía ser hincha de la “U” porque era un equipo ganador, guerrero, que jugaba con el corazón, tenía el coraje que a uno le hace falta de niño. El sentimiento fue natural, así como cuando uno descubre amor por sus padres.

Tuve varios robots. Mis tíos me regalaban robots porque yo era el menor de todos los primos, era casi el engreído de la familia. Mi mamá me compraba muñequitos de los Alliens o de algún personaje que yo veía en el televisor, pero esa felicidad tuvo un periodo corto porque después nacerían mi hermano y mi primo y terminé quedándome sin nada, no sólo porque mis tíos le regalaban juguetes a ellos sino porque rompieron los que yo había coleccionado por años. Destrozaron todo lo mío, no quedo nada, solo cabezas tiradas o cuerpos sin brazos. Parecía el resultado de la Segunda Guerra Mundial, solo que no hubo ganador, solo perdedor, y fui yo.

De niño estudiar no me parecía algo pesado o aburrido, al contrario, lo hacía por diversión y siempre solo. Cuando mi papá llegaba de trabajar me preguntaba qué tarea tenía, y yo le decía que ya lo había hecho solito. Él se sentía orgulloso de tener un hijo como yo. Años después todo sería distinto. No sé cuándo perdí el interés por hacer las tareas.

A la semana pasaba mucho tiempo en casa de mi abuelita. De ahí también tengo muchos recuerdos. Ella, una anciana vivaracha y juguetona pero muy creyente y leal a su religión, me llevaba a la iglesia y me compraba rosarios que yo siempre los perdía, y hacía que recemos juntos todas las veces que podíamos.

Ella me enseñó a ser bueno con los demás, a intentar hacer reír a las personas tristes, pero también aprendí algo que de repente ella no quiso que aprendiera: guardé malos sentimientos y nunca quise culpar a nadie de mi tristeza. Yo veía que cuando ella se ponía mal se encerraba en su cuarto y lloraba, lloraba mucho aunque parecía una mujer fuerte; después rezaba para que todo vaya mejor. Al rato salía a caminar y volvía más tranquila.

Aprendí eso de mi abuelita porque a mí tampoco me gusta que me vean mal y mucho menos hacer sentir mal a las personas con mi tristeza. Evito que sepan que me siento mal y me guardo todo aunque me haga daño.

Mi abuelita me quiso y me quiere mucho, me acuerdo que me daba besito en mi cachete y me peinaba raya al costado porque decía que así de peinan los caballeritos.

Los días de semana mi tía Gladys iba por las tardes a la casa de mi abuelita y preparaban lonche. Es imposible olvidarme de esos momentos a pesar de que yo era muy chiquito. Me acuerdo que ellas tomaban café y a mí me daban té con limón o manzanilla o anís, a veces leche.

De vez en cuando mi tía traía galletitas o sino mi abuelita compraba pan. Yo le ayudaba a echarle mantequilla o mermelada o lo que haya. Al final me chupaba los dedos porque siempre me ensuciaba, mi abuelita me decía que no debía chuparme los dedos, que es de mala educación y que eso solo lo hacen los niños malos, y, claro, yo no era malo, yo iba a la iglesia y rezaba con mi abuelita aunque a veces me quedaba dormido. Haciéndole caso iba a lavarme las manos, pero como desde muy chico fui un poquito desobediente, en el camino me iba chupando los dedos sin que mi abuelita se diera cuenta, igual Diocito entendería, seguro él también se chupaba los dedos cuando cogía algo rico y su abuelita le mandaba a lavarse las manos.

Pero no todo era divertido de niño. Me acuerdo que mis papás se peleaban demasiado, a mí nunca me gustó verlos pelear, siempre me daba miedo escuchar sus gritos y sus quejas. Yo no soportaba verlos así, pero nunca hice nada por ellos, siempre fui cobarde, sólo me encerraba en mi cuarto y lloraba en silencio mientras ellos arruinaban su relación de toda la vida.

Como en ese entonces yo iba mucho a misa con mi abuelita, yo pedía a Diocito que todo pasara y que mis papás dejaran de pelear, pero nunca me escuchó o quizá no quiso escucharme; o, en el peor de los casos, quizá no existe ningún Dios y mis suplicas fueron en vano.

Me dolía saber que ellos discutían por motivos que yo no entendía y me ponía peor no poder ayudarlos. Crecí con ese sentimiento de culpa. Nunca pude recuperarme de eso. Aún ahora me hace daño volver a recordarlo y creo que cada vez que intento solucionar algo, nunca puedo, perjudico todo y termino lastimando a las personas que me quieren. Quizá no desarrollé lo que Goleman define como ‘Inteligencia Emocional’, que no es otra cosa que la capacidad de recibir y brindar afecto, en otras palabras, aprender a darse cuenta de las necesidades de los demás, quizá por eso a veces digo cosas toscas e inoportunas, y probablemente sea ése el motivo principal por el cual me va mejor escribiendo que hablando.

D. Goleman afirma que los niños que desarrollan su Inteligencia Emocional, tienen mayores probabilidades de triunfar en la vida; es decir, estoy condenado al fracaso gracias a su teoría.

En fin, no me importa. No voy hacer de este escrito algo triste, sólo quise recordar un poco del pasado, y como en todo recuerdo siempre hay cosas buenas y cosas malas o tristes, es parte de vivir. Se llama vida, señores, y todo pasamos por eso.

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