lunes, 30 de mayo de 2011

Vulgarcito

Si pudiera volver a nacer, pediría ser más grosero, más vulgar, más atrevido, menos tarado y más sinvergüenza. Sería un pendejito de esquina, un palomilla. Jugaría pichanguita todos los días con los amigos del barrio (claro, ahí sí tendría amigos en mi barrio, no como ahora que a penas y me conocen de vista).

Recuerdo que cuando era niño mis amigos del colegio me acusaban de gilerito, de enamorador, de pulseador de chicas. Ese concepto fue alargándose con los años y me duró toda la secundaria. Era el pendejito del colegio. Luego pasé a ser el mariconcito, un ascenso vergonzoso. Nunca supe el origen de ambos calificativos pero a mí me importaba un carajo. Me daba igual. Gracias a esas jodas y a esos repitentes calificativos insultantes que escupían en mi contra, fui creyendo ser así, como el resto me llamaba. El resultado fue que tuve muchas amigas. Tuve facilidad de acercarme a las mujeres, de hablar con ellas y escuchar sus problemas, sus quejas, sus molestias para con sus enamorados. Años más tarde, y con un poquito de teoría por las lecturas de amor que me interesaban leer, aprendí muchas cosas acerca de las relaciones de pareja. Ahora, a mis 20 años, no seré un experto, pero creo saber lo esencial. He ayudado a muchas parejas a solucionar sus problemas, pero también he fracasado, es que hay parejas que no tienen solución, o, en el peor de los casos, la única solución es separarse.

Como dije en un principio, me gustaría ser un tipo más avivado (entiéndase avivado como liberal, mañosón, vulgar). Hubo un tiempo donde quise intentar serlo. Empecé a fumar demasiado, a tal punto de probar marihuana, a beber alcohol sin motivo, a salir con mis amigos cada fin de semana a discotecas sin que éstas me gusten, a conversar con chicas que encontrábamos solas en las fiestas, a organizar (y esto nunca se realizó) conceptos e ideas para filmar una película porno, empecé a decir lisuras delante de mis papás, a no saludar a las personas mayores, a privarme de alimentos saludables, a no ir al colegio, a verle las tetas a las mujeres de la calle, a mirarle el calzoncito a la profesora de literatura que seducía a toda la clase con sus piernas, a robarle los condones a mi papá para vendérselos a mis amigos, pero nunca me gustó ser así. Me sentía mal. Incómodo. Sentía que no podía fingir ni mentirme a mí mismo. Fracasé en mi afán de volverme un rebelde sin causa.

Yo no entendía, y no entiendo, como es que las personas pueden rascarse sus partes genitales en la calle. Como es que escupen y botan basura desvergonzadamente. A veces me río de todo esto. Incluso debo admitir que a veces admiro el código verbal que se emplea en la calle. Una vez escuché una conversación en el micro, donde el cobrador le decía al chofer: “oe, causita, hoy tengo un plancito con mi chibola. Conchesumare, pero no tengo plata. No sé adónde vaos a ir. Toy misio” – El chofer le respondió: “¡oe, a la firme! ¿Tú crees que la Elvira quiere pasear? Quiere su pedazo ya. Ya le toca. Te estás volviendo cojudo, comparito. Ya debes medir el aceite pe’, lo justo”. Ambos terminaron riendo, como burlándose de sí mismos. Yo los miraba y me reía en silencio con ellos. Disfrutaba su forma de hablar, me parecía admirable, divertida.

Leyendo Los inocentes, un libro del escritor peruano Oswaldo Reynoso, entendí que las buenas narrativas también contienen grosería y mucho sexo. Adoran de manera sobrenatural al sexo que, a mi parecer, ya parece una nueva ideología. Yo siempre he intentado escribir moderadamente. Formal, se podría decir. Cuando me dejan tareas o algún trabajo siempre intento ser lo más formal posible, pero muchas veces lo formal aburre. No estoy en edad para aparentar formalidad. ¡Al carajo la formalidad! Yo quiero ser más libre al expresarme, más suelto, más boca suelta.

Un tema relacionado que también me divierte, es cuando escucho a los niños decir lisuras. Muestra el lado maduro de los niños, o al menos el lado adulto que ellos intentan aparentar diciendo palabrotas. Yo de niño siempre me mostré muy educadito, muy tranquilo, al extremo de acompañar a mi abuelita a sus largas visitas a la iglesia, para lo cual tenía que hacer el sacrificio de levantarme de madrugada. O cuando ella asistía a sus reuniones con personas de su misma creencia religiosa, yo tenía que mantenerme despierto hasta altas horas de la noche por respeto a Dios. Por creerme buenito me ganaba sesiones largas de oraciones. Mientras mi abuelita rezaba el rosario y pedía ayuda para las personas enfermas y necesitadas, yo rezaba internamente y le pedía a Diosito por mí, porque se termine pronto todo y poder volver a casa. Fueron años de mucho sacrificio. De largas horas encomendado al señor. Una vez estuve en la iglesia con mi abuelita, y recuerdo que aquella noche no había cenado, así que cuando repartieron la hostia yo me acerqué al padre de manera sigilosa, muy inocente, para que me diera uno de esos delgaditos bocaditos divinos y calmara mi hambre. ¡Me moría de hambre! Total, Diosito entendería mi travesura y me perdonaría porque él lo perdona todo. Lo que no debe perdonar, quizá, es que mi mayor fantasía sexual sea hacerlo en un confesionario.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

jajaja Eduardo el RBD :)

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