martes, 14 de diciembre de 2010

Un lunes cualquiera, pero distinto a los demás

Hace poco más de un mes quedé en salir hoy, lunes 13 de diciembre, con una chica a la que no conocía, apenas nos escribíamos por Messenger.

Al principio todo comenzó como un juego, como si fuese un día distante y muy alejado de la realidad. Sinceramente pensé que no ocurriría. Pero el día llegó y aquí me tienen, escribiendo estas líneas para recordar lo vivido.

Quedamos en encontrarnos a las 5 de la tarde en Open Plaza, un centro comercial ubicado en el cruce de la avenida Angamos con Tomás Marsano, en el distrito de Surquillo. Quedamos en ir al cine, clásico en personas de nuestra edad. Ella de 17 y yo de 19. Aquél día llegué tarde a la cita. La busqué en el cine y no la encontré. La llamé a su celular para saber dónde estaba, tal vez se había desanimado de verme. Al contestar, oí por primera vez su voz. Me pareció una voz extraña, algo juguetona y pizpireta. Le pregunté dónde estaba, ella respondió que en el cine, esperándome, luego me hizo la misma pregunta y yo le dije que en mi casa (bromeando). Después me desmentí y le confesé que estaba muy cerca. En realidad, estaba en una esquina llamándola desde un teléfono público.

Me apresuré para darle el alcance. Cuando la vi desde lejos, ella me sonrío sin motivo, quizá pensando arrepentida: ¿él es Eduardo? Me acerqué intentando mostrar sobriedad, pero en el fondo me moría de nervios. Ella vestía un jean azul y una blusa blanca. Sandalias negras y una cartera pequeña. Su cabello era oscuro y tenía un peinado que le acentuaba bien. Era simpática, qué digo simpática, simpatiquísima, más de lo que había imaginado. Ella no mentía cuando me decía por Messenger que me quedaría impresionado al verla.

A su lado me sentí torpe, mal vestido y temeroso. Llevaba puesto un jean cualquiera, medio gastado, unas zapatillas blancas marca converse y un polo sencillito color turquesa. El cabello desordenado y mi cuerpo delgadísimo, carente de músculos. Solo me defendía mi actitud y mis ocurrencias.

No sé si fue parte de los nervios, pero me reía sin razón y decía cosas incoherentes por momentos. Ella lo notó, lo sospecho. Pero me era imposible estar tranquilo a su lado. No sabía cómo controlarme. Por suerte, ya desde la primera cita, me tuvo mucha paciencia.

Inicialmente, habíamos quedado en ver una película de terror, pero lamentablemente a esa hora no había más películas que Narnia, Harry Potter y Megamente. Optamos por esta última, ya que a ella no le gustaba ni Narnia ni Harry Potter; además, a mí tampoco me apetecía ver esas películas. Antes de entrar al cine compramos canchita y gaseosa. Cuando entramos a la sala, no había nadie. Estaba vacío. Sólo éramos ella y yo. A los pocos minutos entró un niño con su mamá, luego una pareja de enamorados y de a poco fue ingresando gente a la sala.

Mientras esperamos a que empezara la película, hablamos un poco de nosotros. Por momentos, ella se reía con mis bromas y sus ojos se ponían chinitos. Me gustaba sentirla feliz a mi lado. Yo la miraba constantemente, ella no tanto, quizá se sentía incomoda por mi mirada o quizá le importaba poco mirarme, o tal vez sí me miraba y solo disimulaba muy bien. No lo sé. Lo cierto es que todo iba yendo bien. Incluso, ya durante la película, ella empezó a hacer las típicas travesuras de cine: me arrojaba canchita para distraerme. Yo disfrutaba las licencias que se daba para fastidiarme y me enternecía lo niña que se ponía para llamar mi atención.

Cuando la película empezó a ponerse interesante, ambos permanecimos atentos, en silencio, hablando poco, casi nada. Por momentos nos decíamos cosas al oído y luego soltábamos carcajadas como dos niños divertidísimos por las ocurrencias de los protagonistas; aunque, a decir verdad, yo a veces me salía de la película y pensaba: ¿Después de ver esto se tendrá que ir? ¿Habrá tiempo para conocernos un poquito más? ¿Podré decirle que disfruto estar a su lado? Me cuestionaba inútilmente. No había razón para atormentarme con preguntas sin sentido, si se tenía que ir, pues bien, habría que entenderla. Y si se quedaba, enhorabuena. Lo cierto es que entendí que tenía que disfrutar el momento y dejar de lado lo que vendría después, sino arruinaría ese instante y yo no quería que eso pasara porque la estaba pasando genial.

Me percaté que su papá la llamaba a cada rato, dando muestras de preocupación e interés por lo que hacía su hija. Ciertamente, yo sería igual si fuese padre, cuidaría a mi hija sobre todas las cosas y me preocuparía por su bienestar.

Al terminar la película paseamos un rato por el centro comercial. Me contó acerca de su familia y yo de la mía. Por momentos escribía desde su celular diciéndole a su papá que se encontrarían en su casa, pero él insistía en pasar a recogerla. Así que no nos quedó más opción que despedirnos. No me dejó acompañarla porque había pedido permiso para salir con una amiga y no con un chico. Su papá la esperaría en la entrada principal del centro comercial, así que yo tuve que irme por una salida alterna.  

Más adelante, mientras caminaba por la calle feliz por la tarde que había tenido, ella apareció de pronto en una esquina con su papá y caminaban en dirección opuesta hacia donde yo iba. Quedé mirándola sorprendido y vi que ella sonreía. Le correspondí la sonrisa y nos cruzamos divertidísimos, como dos niñitos disfrutando de una travesura. Me sentí su cómplice en ese momento y muy feliz de haber compartido una tarde especial a su lado.

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