Hace poco
más de un mes quedé en salir hoy, lunes 13 de diciembre, con una chica a la que
no conocía, apenas nos escribíamos por Messenger.
Al
principio todo comenzó como un juego, como si fuese un día distante y muy
alejado de la realidad. Sinceramente pensé que no ocurriría. Pero el día llegó
y aquí me tienen, escribiendo estas líneas para recordar lo vivido.
Quedamos en
encontrarnos a las 5 de la tarde en Open Plaza, un centro comercial ubicado en
el cruce de la avenida Angamos con Tomás Marsano, en el distrito de Surquillo. Quedamos
en ir al cine, clásico en personas de nuestra edad. Ella de 17 y yo de 19. Aquél
día llegué tarde a la cita. La busqué en el cine y no la encontré. La llamé a
su celular para saber dónde estaba, tal vez se había desanimado de verme. Al
contestar, oí por primera vez su voz. Me pareció una voz extraña, algo
juguetona y pizpireta. Le pregunté dónde estaba, ella respondió que en el cine,
esperándome, luego me hizo la misma pregunta y yo le dije que en mi casa
(bromeando). Después me desmentí y le confesé que estaba muy cerca. En realidad,
estaba en una esquina llamándola desde un teléfono público.
Me apresuré
para darle el alcance. Cuando la vi desde lejos, ella me sonrío sin motivo,
quizá pensando arrepentida: ¿él es
Eduardo? Me acerqué intentando mostrar sobriedad, pero en el fondo me moría
de nervios. Ella vestía un jean azul y una blusa blanca. Sandalias negras y una
cartera pequeña. Su cabello era oscuro y tenía un peinado que le acentuaba bien.
Era simpática, qué digo simpática, simpatiquísima, más de lo que había
imaginado. Ella no mentía cuando me decía por Messenger que me quedaría
impresionado al verla.
A su lado
me sentí torpe, mal vestido y temeroso. Llevaba puesto un jean cualquiera,
medio gastado, unas zapatillas blancas marca converse y un polo sencillito color
turquesa. El cabello desordenado y mi cuerpo delgadísimo, carente de músculos.
Solo me defendía mi actitud y mis ocurrencias.
No sé si fue
parte de los nervios, pero me reía sin razón y decía cosas incoherentes por
momentos. Ella lo notó, lo sospecho. Pero me era imposible estar tranquilo a su
lado. No sabía cómo controlarme. Por suerte, ya desde la primera cita, me tuvo mucha
paciencia.
Inicialmente,
habíamos quedado en ver una película de terror, pero lamentablemente a esa hora
no había más películas que Narnia, Harry Potter y Megamente. Optamos por esta
última, ya que a ella no le gustaba ni Narnia ni Harry Potter; además, a mí
tampoco me apetecía ver esas películas. Antes de entrar al cine compramos canchita
y gaseosa. Cuando entramos a la sala, no había nadie. Estaba vacío. Sólo éramos
ella y yo. A los pocos minutos entró un niño con su mamá, luego una pareja de
enamorados y de a poco fue ingresando gente a la sala.
Mientras
esperamos a que empezara la película, hablamos un poco de nosotros. Por
momentos, ella se reía con mis bromas y sus ojos se ponían chinitos. Me gustaba
sentirla feliz a mi lado. Yo la miraba constantemente, ella no tanto, quizá se
sentía incomoda por mi mirada o quizá le importaba poco mirarme, o tal vez sí
me miraba y solo disimulaba muy bien. No lo sé. Lo cierto es que todo iba yendo
bien. Incluso, ya durante la película, ella empezó a hacer las típicas
travesuras de cine: me arrojaba canchita para distraerme. Yo disfrutaba las
licencias que se daba para fastidiarme y me enternecía lo niña que se ponía
para llamar mi atención.
Cuando la
película empezó a ponerse interesante, ambos permanecimos atentos, en silencio,
hablando poco, casi nada. Por momentos nos decíamos cosas al oído y luego soltábamos
carcajadas como dos niños divertidísimos por las ocurrencias de los
protagonistas; aunque, a decir verdad, yo a veces me salía de la película y
pensaba: ¿Después de ver esto se tendrá que ir? ¿Habrá tiempo para conocernos
un poquito más? ¿Podré decirle que disfruto estar a su lado? Me cuestionaba
inútilmente. No había razón para atormentarme con preguntas sin sentido, si se
tenía que ir, pues bien, habría que entenderla. Y si se quedaba, enhorabuena.
Lo cierto es que entendí que tenía que disfrutar el momento y dejar de lado lo
que vendría después, sino arruinaría ese instante y yo no quería que eso pasara
porque la estaba pasando genial.
Me percaté
que su papá la llamaba a cada rato, dando muestras de preocupación e interés
por lo que hacía su hija. Ciertamente, yo sería igual si fuese padre, cuidaría
a mi hija sobre todas las cosas y me preocuparía por su bienestar.
Al terminar
la película paseamos un rato por el centro comercial. Me contó acerca de su
familia y yo de la mía. Por momentos escribía desde su celular diciéndole a su
papá que se encontrarían en su casa, pero él insistía en pasar a recogerla. Así
que no nos quedó más opción que despedirnos. No me dejó acompañarla porque
había pedido permiso para salir con una amiga y no con un chico. Su papá la
esperaría en la entrada principal del centro comercial, así que yo tuve que
irme por una salida alterna.
Más
adelante, mientras caminaba por la calle feliz por la tarde que había tenido,
ella apareció de pronto en una esquina con su papá y caminaban en dirección
opuesta hacia donde yo iba. Quedé mirándola sorprendido y vi que ella sonreía. Le
correspondí la sonrisa y nos cruzamos divertidísimos, como dos niñitos
disfrutando de una travesura. Me sentí su cómplice en ese momento y muy feliz de
haber compartido una tarde especial a su lado.
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